martes, 30 de junio de 2009

AL FUTBOL GRATIS ... Y OTRA VEZ AL CINE GRATIS


En los años 52/53 había en Yecla un buen equipo de fútbol que militaba en primera categoría regional. ¿Sabéis qué hacíamos mi hermano Martín y yo para entrar al fútbol gratis? Cuando había fútbol, a la salida del partido recogíam0s las entradas que los porteros habían tomado a los que entraban a ver dicho partido. Los porteros lo más que hacían era romper las entradas por la mitad; por lo tanto resultaba bastante fácil unir dos mitades y hacer coincidir la palabra "General". Conforme las íbamos recogiendo, las pegábamos. Cada domingo cambiaban de color. Yo las recogía cada vez. De esta forma llegamos a tener de todos los colores, verdes, rojas, azules o amarillas. Para el próximo partido que se celebraba en Yecla llevábamos de todos los colores. Lo primero que hacíamos era ver de qué color era la entrada ese día, y, aprovechando el momento en que más personas entraban, lo hacíamos nosotros. Una entrada costaba ocho o diez pesetas, dependiendo del equipo que jugaba ese día en Yecla.


También entraba gratis, de vez en cuando, al cine. Veía al menos una de las dos películas que proyectaban cada domingo. ¿Que cómo lo hacía? Muy sencillo, cuando terminaba una película hacían un descanso de unos quince minutos. Bastantes personas salían a la calle a comprar frutos secos que vendían en unos puestos que había por allí. Muchas veces no daban ningún tiket para volver a entrar. Yo estaba pendiente de este detalle y, si no habían dado nada, me decía "ahora es el momento". Sin pensármelo me acercaba a la puerta y pasaba como pedro por su casa. Hasta que en una ocasión fuí a entrar y el portero me preguntó que a dónde iba. Le respondí que a mi sitio. Me preguntó nuevamente qué fila llevaba. Yo, sin dudar un solo momento, le dije que a la fila dieciséis, al asiento número ocho. Estoy seguro de que no me creyó, pero, como le respondí tan pronto y tajante, me miró y me dijo: "¡anda, pasa y no salgas más sin decírmelo¡".

¡La de cosas que hay que invertarse para ver algo sin pagar!.

lunes, 29 de junio de 2009

DE NUEVO AL CAMPO

Si no había trabajo en la albañilería no tenía más remedio que ir a trabajar a donde fuese. Cuando tenía 16 años nos fuimos mi madre, mi hermana, mi hermano Martín y yo, junto a otras ocho personas más, a recoger olivas a la finca de El Portichuelo, un paraje del término de los campos de Yecla. El dueño de esta finca disponía de unas casas para que los obreros nos quedásemos durante la temporada de los trabajos. La casa en donde nosotros estábamos disponía de dos plantas. En la planta baja había varias habitaciones, que eran ocupadas por las mujeres. En la planta alta no había ninguna habitación. Esa planta la usábamos los hombres.
Cada família se hacía su comida aparte de los demás. También se hacía cada uno su cama. Esta cama consistía en una colchoneta llena de paja y colocada en el suelo.

El alumbrado que teníamos era a base de unos candiles que funcionaban con aceite de oliva. Para beber agua disponíamos de unas botijas de barro cocido. El agua la sacábamos de un aljibe. Todas las casas tenían la obligación de disponer de aljibes, que, normalmente, estaban fuera de las casas y que se llenaban con las aguas de la lluvia. Al final de la jornada de trabajo cada cual se aseaba y preparaba su correspondiente cena.

Pues bien, las botijas siempre me tocaba a mí llenarlas. Lo más lógico era que lo hiciéramos cada vez uno, porque beber agua bebíamos todos, ¿ o no? Una noche dije que yo no llenaba las botijas. Por decir esto mi hermana me dió un par de bofetadas delante de los allí presentes. Yo repetí que, si todos bebíamos, todos teníamos obligación de llenarlas. Mi hermano Martín me propinó otras dos bofetadas. Mi madre estaba presente. Yo sé que no le sentó nada bien. Ninguno de los que estaban allí sacó la cara por mí. Pero conseguí que, a partir de aquel día, el primero que cogía la botija la llenaba si estaba vacía.

Una vez terminados los trabajos de coger olivas, mi hermano Martín y yo nos fuimos al campo de una prima de mi madre a hacer hoyos para plantar viña. Todavía recuerdo lo mal que lo pasé debido a la dureza del terreno. Todos los hoyos los tuvimos que hacer con el pico y con la azada. Yo hacía un máximo de 15 ó 16 hoyos en una jornada. Los tres primeros días se me quitaron hasta las ganas de comer, y por las noches me costaba trabajo quedarme dormido a causa del dolor de manos que tenía.

Menos mal que este trabajo duró solamente dos semanas. Nos pagaban a peseta por unidad.

El BURRO DE LOS PALOS

Lo que voy a contar ahora poco tiene que ver con el pastoreo. Recuerdo que fuí a pasar el fin de semana a Yecla porque me tocaba descansar; como he dicho anteriormente, lo hacía cada dos semanas. Había pocas cosas para pasar el rato, el cine y poco más. En Yecla había unos centros que pertenecían a Acción Católica. Allí había mesas para jugar al parchís, al ajedrez, a las damas y a algún otro juego más. Por aquellas fechas mi hermana tenía novio. Un domingo, cuando se retiraba a casa, vió que yo estaba allí jugando con otros amigos. En aquel momento no me dijo nada, pero, cuando llegué a casa y el novio se había marchado, lo primero que hizo fue pegarme un par de bofetadas estando mi madre delante. Mi madre le pidió explicaciones. Ella dijo que parecía mentira que, habiendo estado el padre tanto tiempo en la cárcel, a mí se me ocurriera meterme a esa clase de centros.

Pero la vida da muchas vueltas. Quién me iba a decir a mí que, con el paso del tiempo, ella se iba casi a convetir en una adicta a la iglesia, y que uno de sus hijos iba a acudir muchos domingos a un centro de sacerdotes a divertirse .

En cuanto tuve ocasión le dije: "Hermana mía, parece mentira que tú mandes a tu hijo a un centro de sacerdotes, habiendo pasado lo que pasó con nuestro padre". Ella me contestó que los tiempos estaban cambiando. Yo me quedé satisfecho de mi actuación.

sábado, 27 de junio de 2009

SUBO DE CATEGORÍA

Empecé pronto a amasar bien el yeso. No era fácil hacerlo bien, tenías que poner mucho empeño para que el oficial que te asignaban no padeciese por no hacer bien los trabajos, y para que los dueños de las obras quedasen lo más a gusto posible con los mismos. Si esto no sucedía, pronto el maestro te ponía de patitas en la calle.

Yo estuve casi cuatro años amasando yeso, pero con la ventaja de que nada más ver trabajar a los oficiales y cómo hacían las cosas, iba aprediendo. Poco a poco y de vez en cuando, si se presentaba, hacía alguna chapucilla para ganar algún dinerillo y poder pasar los fines de semana algo mejor de lo habitual. El jornal que yo ganaba amasando yeso era de 24 pesetas en las 8 horas. Estuve bastante tiempo sin ser dado de alta en la seguridad social. Unicamente lo estaba para el seguro de accidentes, y no siempre.

El primer maestro de albañilería que tuve fué Marino Bañon Falcó. En esta empresa estaba trabajando mi hermano mayor Pedro, que, como ya he dicho al principio de mis memorias, me llevaba a mí trece años. El ya era oficial de primera, estoy hablando de los años 53/54. Este año se empezó a construir la cooperativa del vino denominada La Purísima. Coincidió con la coronación de la patrona. Las primeras cotizaciones que tuve en la Seguridad Social datan del año 1954, pero en otra empresa que me avisó para trabajar en una reforma que hicimos en una casa rural, en la carretera que va de Yecla a Pinoso. El total de días cotizados fué de 56. Me enteré cuando pedí mi vida laboral para la jubilación. Esta casa está aún en perfecto estado de conservación.

EMPIEZA MI NUEVA VIDA LABORAL

Cuando dejé el oficio de pastor tenía ya 14 años cumplidos. A partir de ahí me puse a trabajar de peón con los albañiles. Lo primeros trabajos que realicé fueron los de llevar calderetas de hormigón para unas acequias que se estaban construyendo en un campo de Yecla. ¿Sabéis el sueldo que gané en una semana?, ciento cincuenta pesetas; eso sí, trabajando doce horas todos los días de lunes a sábado. Yo le entregué a mi madre 135 pesetas, las 15 restantes eran el gasto de la comida que un compañero nos hacía para el mediodía.

Estos trabajos, que tuvieron una duración de seis meses, hicieron que mis brazos se estiraran más de lo normal. También influyeron en no crecer como hubiese sido normal, pues siempre estaba llevando mucho peso en los brazos. La única ventaja que tenía es que las espaldas se me hicieron bastante anchas. Lo malo de esta profesión es que en invierno se pasa mucho frío; más aún si tienes que amasar yeso con agua muy fría.

A mí, particularmente, me salían sabañones tremendos en las manos, hasta el punto de que los dedos se me reventaban y echaban sangre; la única medicina, esperar que llegase el mes de mayo, no había más rememedio que trabajar de la forma que fuese. El jornal que yo ganaba era de quince pesetas en una jornada de ocho horas. Mi madre decía que con lo que yo ganaba teníamos para el pan de la semana. Lo peor era cuando no había trabajo. Entonces era cuando se pasaba mal, porque comíamos lo que pillábamos, y gracias. A fuerza de pasar frío y pasar muchas necesidades fuí creciendo, no mucho, pero sí algo más que en tiempos atrás.

jueves, 25 de junio de 2009

MI PRIMER TRABAJO. UN PASTOR DE DOCE AÑOS.

El día 12 de Marzo del año 1950 empecé a trabajar de pastor en una casa de campo que se encontraba a 8 kilómetros del pueblo de Yecla. En esta casa estuve 15 meses. El jornal que me pagaban era de 50 pesetas al mes. Sólo me daban permiso para ir a mi casa cada 15 días, y lo hacía siempre andando. Regresaba el lunes lo más temprano posible para sacar el rebaño.
Aparte del jornal también me daban la comida, que por cierto no era tan buena como parecía, porque los dueños de esta finca también eran pobres y las tierras de las que disponían no les daban para más. El rebaño que yo llevaba se componía de cabras y ovejas, con un total de 70 cabezas. Por cierto, ¡hay que ver lo mal que se llevan estos animales cuando están mezclados!, y, sobre todo, cuando hace calor. Cuando empecé a trabajar de pastor no tuve más remedio que aprender a hacerme la cama, que no era una cama como las de ahora, sino una colchoneta de tela fuerte rellena de paja de la que comían las mulas; y ¡a dormir en el suelo!. Todos los días había que levantarse temprano para ordeñar las cabras, y, a su vez, estos animales hacían sus necesidades dentro de la misma cuadra. De esta manera se aprovechaba toda la basura. Cuando llegaba el invierno me ponían en un zurrón un poco de comida y una botella de agua. Era la comida de todo el día. Si hacía frío o llovía, no había más remedio que aguantarse. Encerrado el ganado, me tenían preparado algún trabajo, por ejemplo llenar la pajera, cortar alfalfa para las mulas, sacudir ramas de olivera o picar esparto. Siempre había mucho trabajo.
Recuerdo que, a los ocho días de estar trabajando de pastor, coincidí con otro pastor en el monte, y nos pusimos a jugar, como chiquillos que éramos, sin darnos cuenta de que mi jefe me estaba vigilando. En aquel momento no me dijo nada, pero, cuando llegué a la finca, lo primero que me dijo fué que, si seguía haciendo lo que había hecho aquel día, no tendría más remedio que despedirme. En aquel momento me juré a mi mismo que jamás me volverían a llamar la atención, cosa que cumplí hasta el último día de estancia en aquella casa.
Muchos días, cuando sacaba el rebaño, me desplazaba a tres kilómetros o más, a unos montes en donde había bastantes culebras y algún otro animal. No eran peligrosos, pero sí que inquietaban algo. En verano era mucho peor porque me tenía que levantar mucho más temprano para salir lo antes posible, antes de que el calor apretase demasiado. Como poco había que estar a las once de la mañana en la finca. Después de encerrar el rebaño, tenía que sacar la basura de las cuadras de las mulas y de la de las cabras. A las cuatro de la tarde, cuando el calor era menos intenso, sacaba de nuevo el rebaño y me desplazaba a unos dos kilómetros de la finca. Recuerdo que una noche eran las doce y no me había retirado.

En más de una ocasión me sorprendía alguna tormenta, y, si caía granizo, me tenía que aguantar sin poder refugiarme en sitio alguno. Un día de verano se me terminó el agua que llevaba para beber, y, ¡cómo me vería de perdido, que intenté beber de mi propia orina! Ya os podéis imaginar lo mal que lo pasé. En este mi primer trabajo fué cuando empecé a dormir en el suelo. Por cama tenía una colchoneta, como he dicho antes.

A los 15 meses de estar de pastor mi madre se hartó de que yo estuviese más tiempo en aquellas condiciones y decidió que dejase el pastoreo. Cuando le comuniqué al dueño que no iba a seguir más de pastor, se lo tomó muy a mal. Me preguntó en qué oficio iba a trabajar. Le dije que con los albañiles. El me decía que no sabía lo que iba a hacer, que si estaba loco. Finalmente tuvo que ir mi hermano Martín a recogerme y a por mi ropa, sin el consentimiento del dueño, que estaba muy enfadado.

miércoles, 24 de junio de 2009

LLEGABA EL FRIO Y LA NIEVE

Invierno. En Yecla hacía mucho frío. En mi familia, la mayor parte de los días y siempre que podíamos, nos quedábamos en la cama todo el tiempo posible para así ahorrarnos comida y leña. Siempre nos acostábamos juntos al menos dos personas y, más de una vez, hasta tres, porque, de esta manera, estábamos más calentitos.
Cuántas veces, si era lunes y no oíamos por la calle el ruido de los carros y de las personas cuando iban a trabajar, decíamos: ¡ya tenemos aquí la nieve!, y, efectivamente, cuando nos levantábamos había más de un palmo de nieve. La mayoría de los vecinos se dedicaban a hacer sendas con la ayuda de una pala para poder desplazarse de un sitio a otro.
Los chiquillos nos lo pasábamos estupendamente haciendo bolas de nieve. Lo peor venía cuando la nieve se helaba y duraba una semana o más.
En ocasiones estas nieves coincidían con la recolección de la oliva y había que suspender los trabajos en el campo. Cuando se deshacía la nieve, todo volvía a la normalidad.
Un año, mi madre y yo salimos a espigar olivas por los olivares más cercanos al pueblo. Nos levantábamos muy temprano, preparábamos un trozo de pan, una botella de agua, un trozo de caballa salada, un trozo de bacalao o unas sardinas, de postre unas naranjas, y, ¡aquí paz y allá gloria! Nos desplazábamos a un par de kilómetros del pueblo. Al final del día, si habíamos recogido cuatro o seis kilos, los llevábamos a la almazara a cambiarlos por aceite. Por cada cuatro kilos de olivas nos daban un litro de aceite. Nosotros recogíamos hasta las olivas más secas que había, las poníamos en remojo tres o cuatro días hasta que se hinchaban. De esta manera cogían más peso y obteníamos más aceite.
Al mismo tiempo que rebuscábamos olivas también recogíamos toda clase de leña que encontrábamos, porque no teníamos ni leña para calentarnos.
Por este y otros motivos estábamos desando que llegara el verano para pasar sólo hambre, porque en invierno pasábamos hambre y frío.

UVAS, ESPIGAS Y NARANJAS

Llegaba el tiempo de la vendimia. Toda la uva se transportaba en carros, no había otros medios. El destino eran las bodegas que en Yecla existían. Los dueños de las mismas se aprovechaban de los pequeños agricultores que desde siempre ha habido y que siguen existiendo.
Los chiquillos, que siempre teníamos tanta hambre, nos dedicábamos a pedir uva a los carreterros. La pedíamos también, en las bodegas, a los hombres que trabajaban en ellas. También ellos eran padres de chiquillos como nosotros.
Algo parecido ocurría en la estación de ferrocaril de vía estrecha que había enYecla. De vez en cuando y, en su época, llegaba algún tren cargado de naranjas procedente de tierras valencianas. Los chiquillos acudíamos con el ánimo de poder comer alguna de estas naranjas. Con mucha suerte comíamos tres o cuatro, de esta manera matábamos un poco el hambre.
También recuerdo que, en la época de recolectar el trigo o la cebada, mi madre y yo salíamos por las afueras del pueblo a los bancales que más cerca estaban y que ya habían sido recogidos. Nosotros lo que hacíamos era espigar. Siempre se ha dicho que, donde hay, siempre queda. Lo que encontrábamos lo poníamos en un capazo o en un saco. Cuando llegábamos a casa, picábamos las espigas y, aprovechando el viento, separábamos la paja del grano. Una vez echa esta operación, llevábamos a un molino el trigo en donde lo cambiaban por harina. Ese mismo día mi madre amasaba, llevaba la masa al horno y comíamos "pan del señor", porque al pan de trigo los pobres lo llamábamos "pan del señor".

martes, 23 de junio de 2009

CAMBIO POR TRAPOS Y ALPARGATAS

A Yecla y desde el vecino pueblo de Villena, cada dos o tres semanas, iba un señor, con su carro y su mula, a recoger trapos y alpargatas viejos, que cambiaba por platos, fuentes, tazones y otros cacharros, todos de barro. Dependiendo de la cantidad que le entregabas, te daba más o menos piezas. También había una señora que cambiaba cajas de cerillas por pieles de conejos; por cada piel te daba una caja con 40 cerillas.
Estaba demostrado que por aquella época no tirábamos ni los mocos, porque, cuando nos constipábamos, como no teníamos ni pañuelo para limpiarnos, lo hacíamos con la manga del jersey. Tampoco nos privábamos de chuparnos los mocos. Y aquellos sí que eran mocos, y no los de ahora que son sólo "agüica".
También recuerdo que había una familia que se dedicaba a vender garbanzos torrados, cacahuetes, y "tramuzos". El padre de esta familia recorría todas las calles del pueblo, sobre todo en tiempo de invierno. Si por casualidad yo le pedía a mi madre que me diese de merendar, unas veces me daba una rebanada de pan mojada en vino y un poco de azúcar; otras, por el contrario, si no había nada para merendar, me daba 10 ó 15 céntimos de peseta para comprarme algo de lo que este señor vendía. Por cierto, también se llamaba Juan. Le decía "señor, señor, véndame usted tramuzos". Cuando me los daba, le decía: "Juan, qué pocos me ha dado usted", y él, con cachondeo, respondía: "nene, no te puedo dar menos".
Se comía tan poco y tan mal, que muchas veces te daba un cólico. Si te descuidabas, te cagabas encima. ¿Sabéis cuál era la solución? Llevar los pantalones abiertos por la parte de atrás y, si te veías en un aprieto, no tenías más que agacharte, descargar te pillase donde te pillase, coger una piedra para limpiarte y listo.

LOS MANDAMIENTOS DEL POBRE

El color agrio de la pobreza predomina en el cuadro que estoy pintando con las historietas de mi vida. Me apetece hoy recitar algo que aprendí en mis años juveniles, en los ambientes populares de la Yecla de posguerra. Es una chanza, pero encierra una definición de la pobreza bastante acertada:

LOS MANDAMIENTOS DEL POBRE

Son cinco:

1º - En el suelo dormirás

2º - Recorrerás solo el mundo

3º - Comerás tan sólo pan

4º - Andrajoso irás, desnudo

5º - Trabajo nunca hallarás

Estos cinco mandamientos se encierran en dos: Matar piojos y Morir por Dios

lunes, 22 de junio de 2009

FANTASMAS Y LECHE A DOMICILIO

Una vez más tengo que empezar con aquello de "en aquellos tiempos". Pues sí, en aquellos tiempos estaban de moda los fantasmas. Estos no eran otra cosa que hombres que se tapaban la cabeza con una sábana, a la que previamente le habían hecho unos agujeros para poder ver sin ser vistos. Y ¿por qué se tapaban?... ¡ah! Para no ser identificados cuando iban por la calle, sobre todo en invierno, camino de la casa de la amante. Más de una persona se llevaba un buen susto, sobre todo chiquillos y mujeres. Pero, ¡ojo!, algunos de estos personajes han pillado alguna vez una buena paliza.

Desde siempre en Yecla han existido las cabras. A los dueños de estos animales les llamábamos pastores. Estos señores vendían todos los días la leche que producían sus cabras, bien a domicilio, bien en sus casas. Estos animales producían en verano más leche que en el resto del año. La leche que no vendían la empleaban en hacer queso blanco.

Pues bien, cuando hacían el queso, toda la parte líquida que les sobraba la empleaban para venderla al público. A este líquido se le llamaba SUERO. Aquellos de nosotros a quienes gustaba este suero, acudíamos con un tazón; te lo llenaban por diez centimos. Aquello no alimentaba mucho, pero, al menos, calentábamos el estómago. Recuerdo que por entonces me sacaron una muela y, como no podía comer y además en mi casa casi no había nada, mi madre me compró un plátano. Estoy bien seguro que fué el primer plátano que comí en mi vida. Si mal no recuerdo, tenía yo 11 años.

miércoles, 17 de junio de 2009

LA IMAGINACION FUNCIONA ... ¡ VIVAN LOS NOVIOS !

Por aquellos tiempos la imaginación trabajaba al máximo. En cuanto tenías ocasión de poder comer algo o de ganar alguna peseta, la aprovechabas.
Recuerdo que, estando un día como a las nueve de la mañana en el mercado, con mi madre, con otras revendedoras y con el hijo de una de ellas que tenía mi edad más o menos, vimos aparecer una boda, y, sin que nadie nos dijese nada, el otro chaval y yo nos incorporamos a la gente que iba acompañando a los novios hasta el lugar en donde iba a celebrarse el convite.
Nosotros dos pensamos que los novios no nos conocían, y mucho menos los padres de ambos. De lo que sí nos dimos cuenta fué de que la gente nos miraba demasiado, ¿sabéis por qué?, por la ropa que llevábamos y, sobre todo, por el calzado. Eran unas albarcas con la suela hecha con goma de rueda de camión. Así era el calzado que usaban los pobres por aquellos tiempos. El caso es que nosotros nos dimos una comilona de padre y muy señor mío. Al final, mi amigo y yo gritamos: "¡Vivan los novios!..."
Cuando volvimos de la boda y contamos a nuestras madres lo que habíamos hecho, no nos lo reprocharon en demasía. Como aquello nos salió bien, lo repetimos alguna otra vez.
Cuando esto sucedió no teníamos más de diez años. Pasábamos mucho hambre. Con tal de comer hacíamos cualquier cosa, eso sí, sin robar ni faltar al respeto a nadie, todo lo contrario de lo que ocurre en estos tiempos. Lo primero que mi madre me decía era que, si no tenía una cosa, que me aguantase, pero que no quitase nada a nadie.
Por entonces el noventa por cien de las bodas se celebraban así: los invitados iban a la Iglesia acompañando a los novios y, una vez celebrada la ceremonia, se marchaban a casa, o bien del novio, o bien de la novia, para celebrar el convite, que estaba preparado de antemano. Iban entrando los invitados a la casa. En la puerta de la misma había dos señores dando en mano a cada una de las personas una tapa típica de Yecla llamada librico, y un cartucho de caramelos.
Una vez dentro de la casa, empezaban a repartir unos vasos pequeños con alcohol: coñac, anís dulce, anís seco y algún otro licor más. A continuación empezaba a sonar la música. De esto se encargaba un señor que tenía un acordeón. Al compás de las piezas que tocaba, bailaban los invitados. Algunos tomaban más alcohol de la cuenta, sin percatarse de que llevaban casi vacío el estómago. Resultado, muchos de ellos terminaban borrachos.

lunes, 15 de junio de 2009

SOL Y PIOJOS.

En los inviernos, como no teníamos ni leña para calentarnos, cuando se presentaba un día con sol nos íbamos al cerro de La Molineta a tomar el sol y al mismo tiempo matarnos los piojos que casi siempre teníamos. El método que más se empleaba era el siguiente: se pasaba por la cabeza un peine de púas muy espesas; de esta manera salían los piojos con mucha facilidad, y si alguno se escapaba o te caía en las manos, lo cogías y con las uñas de los dedos pulgares lo chafabas, y así hasta que te limpiaban la cabeza. A veces se reunían tres o cuatro personas de la misma familia, formadas una tras otra aprovechando la pendiente del cerro.
En este cerro se tendía también la ropa que cada 15 ó 20 días se lavaba en unos lavaderos públicos acondicionados para estos menesteres, porque en las casas no había agua corriente. Estos lavaderos disponían de huerta, la cual se aprovechaba para plantar toda clase de hortalizas que vendían los mismos dueños en el mercado. La mayoría de las veces la ropa se tendía en el cerro que antes he mencionado, sobre el suelo, aprovechando que era de roca viva que estaba bastante limpia. En cuanto se ocultaba el sol, se recogía toda la ropa y la que no se había secado se tendía en el patio de la casa en que vivíamos. A la mañana siguiente, como las noches eran muy frías, estaba más tiesa que un palo.
Como he dicho antes, en las casas no había agua corriente. Nos teníamos que abastecer de las fuentes públicas que el Ayuntamiento había instalado en la mayoría de los barrios para las necesidades de la población.
Lo único que había en las casas eran unas tinajas de barro adosadas en una de las paredes de la casa, buscando siempre el lugar más adecuado y cómodo. A esta zona se le llamaba tinajero. Los había bastante bonitos según el gusto o capricho de cada vecino o dueño de la vivienda.
Cuando ocurría alguna avería en las tuberías generales nos quedábamos sin agua tres o cuatro días. Pero el problema venía cuando de nuevo se recuperaba el servicio en las fuentes. Se formaban unas colas impresionantes de cántaros y, a veces, se producía alguna que otra pelea. En verano, como todas las calles eran de tierra y casi nadie quería gastar agua para regar y matar un poco el polvo, se pasaba mucho calor por donde quiera que fueses. En donde sí regaban era en los jardines que había en el pueblo. De estos trabajos se encargaban los jardineros con unas mangueras semejantes a las de los bomberos y que llevaban una presión enorme. A los chiquillos nos gustaba que nos mojasen. Nos poníamos al alcance de dichas mangueras y pasábamos por debajo.
Los jardineros se encargaban de tenerlo todo muy bien cuidado y al mismo tiempo vigilar para que los chiquillos no hiciesemos alguna gamberrada. El que hacía de jefe de jardines llevaba siempre un verduguillo y, si algun chiquillo hacía algo que no estaba bien, le pegaba en las orejas y le escarmentaba para siempre.
Cuando llegaba la feria, los chiquillos nos poníamos muy contentos al ver llegar los camiones con los carruseles y las casetas en donde vendían el turrón, los juguetes, y toda clase de artículos que conlleva una feria. A los chiquillos nos encantaba ver montar las ruedas o carruseles tales como los caballitos, la noria, las voladoras, las barcas de fuerza y, por último, los coches de tope. Pero a nosotros nos faltaba lo principal, el dinero; teníamos que conformarnos con verlos y poco más.
Poco a poco el tiempo iba pasando y yo me hacía mayor, pero seguía igual de alto. Como había poca comida, lo único que engordaba era la cabeza.

viernes, 12 de junio de 2009

LAS PROSTITUTAS

Más arriba de la calle donde yo vivía se encontraba una casa de prostitutas, que estaba regentada por la señora Lola, conocida por todos como la Tía Madriles. Por aquella época estas casas, al igual que las mujeres que trabajaban en ellas, estaban controladas por las autoridades tanto sanitarias como gubernativas. Detrás de esa casa había un monte totalmente pegado a la vivienda.
Los chiquillos que vivíamos por allí subíamos a ese monte a jugar. A veces, en vez de jugar, nos dedicábamos a tirar piedras al tejado de las prostitutas, hasta que, o bien salía alguna de ellas, o alguna de las autoridades que casi siempre estaban por allí. Cuando salían las mujeres nos decían: "¡Hijos de puta! ¿por qué no tiráis las piedras a vuestra casa?" Nosotros salíamos corriendo, pero a los pocos días ya nos tenían otra vez haciendo los gamberros. De vez en cuando nos veíamos perdidos porque alguien salía detrás de nosotros y nos refugiábamos en una cueva llamada la Cueva de los Sastres porque en tiempos pasados vivió allí, al parecer, una familia de sastres.
Cuando los chiquillos y chiquillas teníamos tiempo jugábamos a ser artistas de cine o a ser médicos o enfermeras. De vez en cuando en este monte nos reuníamos 30 ó 40 chiquillos que nos dividíamos en dos grupos y empezábamos a tirarnos piedras los unos a los otros hasta que alguien salía escalabrado. Cuando llegaba la primavera, nos hacíamos unas cometas y unos cachirulos para hacerlos volar en el monte.

CASA TAN GRANDE ¿PARA QUÉ?

Me refiero a cuando vivía en la casa en donde nací. Tengo que decir que esta casa, aparte de tener dos plantas, también disponía de un gran corral, en el cual se encontraban algunas dependencias: una cocina, una cuadra, un par de retretes (uno para cada familia) y, lo mejor, una cueva bastante grande que servía de recogida y desagüe de las aguas de lluvias,y que disponía también de un tipo de arena que se empleaba para fregar todo tipo de cacharros y enseres de toda la casa. Cuando llovía mucho, el agua salía por la puerta de la calle pasando por toda la planta baja. Esta casa era muy grande. La mayor parte de los metros cuadrados estaban muy mal distribuidos porque apenas había habitaciones para los que en ella vivíamos.
Las lluvias eran anunciadas por unas arañas grandísimas que se criaban en la cueva antes mencionada. Cuando una de estas arañas aparecía sobre los techos en el interior de la casa, decíamos agua segura. Tambien teníamos una tortuga que mi abuelo materno se había encontrado en el campo. Yo no conocí a mi abuelo porque murió el mismo año que nací. Donde quiera que haya una tortuga jamás existirán ni ratas ni ratones. Por esta razón en aquella casa no se veían tales bichos a pesar de que las paredes estaban llenas de agujeros, de que el suelo era de tierra y de que había por doquier toda clase de cachibaches.

miércoles, 10 de junio de 2009

GRATIS AL CINE

Volviendo un poco en el tiempo, cuando tenía 10 u 11 años, recuerdo que era Domingo y, además, invierno. Le pedí a mi madre que me diese dinero para irme al cine, que por aquellos tiempos echaban dos películas en cada sesión, una a las 7 de la tarde y otra a las 10 de la noche.
Cuando le pedí a mi madre el dinero me dijo que no había, que me esperase un momento que iba a traer unos boniatos del horno, que cogiera uno y me fuese al parque a pasearme. Y, efectívamente eso fué lo que hice. Como faltaba poco tiempo para que empezase en el cine la sesión de las siete, se me ocurrió acercarme a la puerta de entrada a la general. Cuando abrieron las puertas había una cola de gente bastante considerable, pero, una vez que todas aquellas personas entraron, sólo quedó el portero. Yo me acerqué a la puerta y le dije al portero: "Oiga, por favor, déjeme entrar gratis que no llevo dinero". La respuesta fué tajante: "Nene, no me molestes y vete de aquí". Yo me retiré un poco para atrás. Al rato volví a insistirle y me dió la misma respuesta; pero yo llevaba debajo del jersey el boniato que mi madre había traído del horno, y me dije: "Ahora es la mía", me saqué el boniato y empezé a dar bocados delante del portero. Yo observé que él miró al boniato. De pronto me dice: "¡nene! dame medio boniato y entra lo más rápido posible". Este señor era muy flaco y tenía cara de hambre como muchas personas en aquellos tiempos.

lunes, 8 de junio de 2009

LOS MUERTOS EN EL SUELO Y LA ESPERITISTA EN ACCION

Por aquellos tiempos las personas se morían bastante jóvenes, en muchos casos de 50 ó 60 años. Creo que la mayoría de las muertes se producían por la falta de medicamentos y porque la medicina no estaba a la altura en que hoy se encuentra. Además hay que destacar los pocos recursos de que disponíamos los pobres.
Para ingresar en los Hospitales se necesitaba que alguien te echase una mano, y, con la ayuda del médico que era el que arreglaba los papeles, podías ingresar como pobre en el Hospital.
En Yecla, cuando una persona estaba muy enferma, avisaban a los curas para que fuesen a casa del enfermo a darle la extremaunción. De la Iglesia salían el cura , el sacristán y el monaguillo, que llevaba una cruz y una campanilla. El monaguillo hacía sonar la campanilla para que los vecinos se arrodillasen al paso de esta comitiva y se diesen por enterados de que alguien estaba muy enfermo. Era casi seguro que el enfermo había fallecido en la madrugada.
En Yecla existía la costumbre de poner a los muertos en el suelo hasta que los de la funeraria iban y lo metían en el ataud. A los chiquillos nos gustaba asomarnos por las ventanas que daban a la calle y ver a los muertos en el suelo.
Cuando pasaban unos días de haber celebrado el entierro, se reunían en casa del fallecido unas cuantas mujeres, en su mayoría de la família, y avisaban a una señora para hacer una sesión de espiritismo. La espiritista trataba de hacer creer a los familiares que el espiritu del fallecido acudía para hablar con ellos. Fingía entrar en trance y empezaba a nombrar al fallecido. Cualquiera de aquellos familiares le decía que quería hablar con él. Se formaba un lío de tres pares de narices porque, además, pedían que acudiesen los espirítus de otros fallecidos para preguntar si estaban en el purgatorío o con las ánimas.

Cuando murió mi padre, mi casa no iba a ser menos que otra en este aspecto. Por si faltaba algo, mi abuela materna tenía una prima que se dedicaba al esperitismo. Una tarde me dice mi madre que no me fuese a ninguna parte que iba a venir la prima Concha, que así se llamaba. Y, efectívamente,sobre las cuatro de la tarde empezó la sesión. Una cosa es contarlo y otra estar allí presente. En mi vida había pasado tanto miedo. Estuve más de tres horas con los pelos tiesos. Creo que en aquella ocasión se me empezaron a caer pelos de la cabeza.

Tenía yo entonces 9 ó 10 años. Entre lo poco que comía y lo poco que aprendía en la escuela, más parecía un ecuatoriano de los que hay por aquí, incluyendo la altura y el color moreno que ellos tienen.

jueves, 4 de junio de 2009

MI MADRE EN EL CALABOZO

De vez en cuando, los guardias Municipales pasaban revisión a las pesas de las balanzas de que disponía cada una de las revendedoras para pesar los géneros.
Nosotros teníamos una pesa de 2 kilos a la que se le había caido el plomo que lleva en la parte de abajo, pero le pusimos unos alambres que compensaban la falta de plomo, y, además, estaba comprobada con otras y era correcta. Cuando este guardia nos pasó revisión, se empeñó en que la pesa no valía. Mi madre le demostró que estaba igual de exacta que las demás, pero el guardia dijo que tenía que multarla. Mi madre le contestó que no había derecho a que la multase.
Por contestarle de esta manera, se la llevó detenida a la comisaría, y allí la tuvieron más de una hora. Viendo yo que no venía, me dió por llorar; y no recuerdo bien quién fué a la comisaría para interceder por mi madre. Como fruto de esta intervención, la dejaron en libertad. Cuando esto ocurrió tendría yo unos diez u once años.
Había que aguantar porque era la única forma de que mi madre nos diera de comer.

LAS CIVILERAS

También recuerdo que un año, por Navidad, a los chiquillos de Yecla nos dieron los Reyes Magos un juguete, pero nos tuvieron una mañana desde las 9 a las 12 en la calle con un frío intensísimo. De todas formas, más valía aquello que nada.
Volviendo un poco en el tiempo a cuando mi madre vendía en el mercado, tengo que contar un caso algo desagradable, que por desgracia ocurría con bastante frecuencia a casi todas las que vendían en el mercado, y que era lo siguiente: estabas en tu puesto y de pronto se acercaban dos o tres mujeres y empezaban a decir: "ponme dos kilos de patatas, tres kilos de tomates, dos kilos de pimientos", y ahora esto y esto y lo otro. Cuando tenían las cestas llenas de todo lo que les apetecía, decían que, como eran mujeres civileras (o sea mujeres de guardias civiles), tenían derecho a no pagar nada. Ya os podéis dar una idea de cómo se te quedaba el cuerpo. Pero en esta vida, a fuerza de llevar palos, aprendes a espabilarte. A partir de cuando nos pasó esto, hacíamos lo siguiente: cuando las veíamos venir y siempre que podíamos, mi madre me dejaba a mí solo en el puesto y si por casualidad se acercaban a nosotros, cuando empezaban a decir ponme esto o esto, yo les contestaba que yo no sabía vender, que mi madre no estaba y no sabía cuándo iba a venir. Esta y no otra era la única manera de quitárnoslas de encima. Las vendedoras que no tenían chiquillos para dejarlos en el puesto lo que hacían era dejar el puesto totalmente solo hasta que veían que se marchaban de sus zonas.

lunes, 1 de junio de 2009

CAMBIO DE COLEGIO



Refiriéndome a mi época del colegio, nos pasaban bastantes cosas. Tengo muchos recuerdos de aquel colegio, colegio en donde años anteriores habían estado los PADRES ESCOLAPIOS y en donde el escritor AZORÍN hizo sus estudios. En este colegio, en una de sus aulas, nos juntábamos unos cuarenta o cincuenta alumnos para un solo maestro, el cual daba clases de primero, segundo y tercer grado. Para colmo de males, el maestro estaba más sordo que una tapia. Cuando nos mandaba hacer trabajos, no le hacíamos mucho caso. Cuando llegaba el invierno nos mandaba a otro compañero y a mí a su casa a por el brasero y decía: "Rodríguez y Panadero, id a mi casa a por el brasero". Cuando hacía mucho viento, si no llevábamos cuidado, llegábamos con el brasero vacío, y el maestro cogía unos cabreos de muerte. En aquellos tiempos te podías cambiar de colegio cuando querías y donde te daba la gana, cosa que hice en cuanto tuve ocasión. Y lo hice al colegio de Plaza de San Cayetano, en el cual daba clases Don Alfonso Verdú. Gracias al cambio que hice de colegio, aprendí lo poco que sé.

En este colegio, y debido a que yo tenía díez años, nos empezaron a preparar para hacer la primera comunión, y nos mandaron a un colegio de Monjas a hacer ejercicios esperituales. Teníamos que estar tres días prácticamente encerrados y sin parar de rezar.

A otro compañero y a mí, a las tres horas de estar allí, nos tuvieron que expulsar por el mal comportamiento que estábamos teniendo. El problema llegó cuando fuimos al colegio de Don Alfonso. Lógicamente al maestro ya habían informado de nuestro comportamiento. El castigo fué que durante una semana teníamos que ponernos de rodillas todos los días.

Pero, en verdad, Don alfonso sí que enseñaba; lástima que yo tuviese que abandonar la escuela antes de tiempo por las necesidades que había en mi casa. Yo hice la primera comunión en el mes de Mayo del año 1.948. Y puedo decir que estrené un traje nuevo; pero, ¡ojo!..., aquel traje me lo gané yo vendiendo zanahorias y cebollas en el mercado.
LLegado a la jubilación, diviso mi vida como desde una atalaya: alegrías, miserias, trabajos, familia, amistades... Es como una película, la película de mi vida. Yo he tratado de presentar algunas cosillas en este sencillo blog. Es además, en cierta medida, el reflejo de lo que ha sido la vida de nuestra generación: carencias, sudor, lágrimas, y, también, algunos momentos agradables.

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