lunes, 15 de junio de 2009

SOL Y PIOJOS.

En los inviernos, como no teníamos ni leña para calentarnos, cuando se presentaba un día con sol nos íbamos al cerro de La Molineta a tomar el sol y al mismo tiempo matarnos los piojos que casi siempre teníamos. El método que más se empleaba era el siguiente: se pasaba por la cabeza un peine de púas muy espesas; de esta manera salían los piojos con mucha facilidad, y si alguno se escapaba o te caía en las manos, lo cogías y con las uñas de los dedos pulgares lo chafabas, y así hasta que te limpiaban la cabeza. A veces se reunían tres o cuatro personas de la misma familia, formadas una tras otra aprovechando la pendiente del cerro.
En este cerro se tendía también la ropa que cada 15 ó 20 días se lavaba en unos lavaderos públicos acondicionados para estos menesteres, porque en las casas no había agua corriente. Estos lavaderos disponían de huerta, la cual se aprovechaba para plantar toda clase de hortalizas que vendían los mismos dueños en el mercado. La mayoría de las veces la ropa se tendía en el cerro que antes he mencionado, sobre el suelo, aprovechando que era de roca viva que estaba bastante limpia. En cuanto se ocultaba el sol, se recogía toda la ropa y la que no se había secado se tendía en el patio de la casa en que vivíamos. A la mañana siguiente, como las noches eran muy frías, estaba más tiesa que un palo.
Como he dicho antes, en las casas no había agua corriente. Nos teníamos que abastecer de las fuentes públicas que el Ayuntamiento había instalado en la mayoría de los barrios para las necesidades de la población.
Lo único que había en las casas eran unas tinajas de barro adosadas en una de las paredes de la casa, buscando siempre el lugar más adecuado y cómodo. A esta zona se le llamaba tinajero. Los había bastante bonitos según el gusto o capricho de cada vecino o dueño de la vivienda.
Cuando ocurría alguna avería en las tuberías generales nos quedábamos sin agua tres o cuatro días. Pero el problema venía cuando de nuevo se recuperaba el servicio en las fuentes. Se formaban unas colas impresionantes de cántaros y, a veces, se producía alguna que otra pelea. En verano, como todas las calles eran de tierra y casi nadie quería gastar agua para regar y matar un poco el polvo, se pasaba mucho calor por donde quiera que fueses. En donde sí regaban era en los jardines que había en el pueblo. De estos trabajos se encargaban los jardineros con unas mangueras semejantes a las de los bomberos y que llevaban una presión enorme. A los chiquillos nos gustaba que nos mojasen. Nos poníamos al alcance de dichas mangueras y pasábamos por debajo.
Los jardineros se encargaban de tenerlo todo muy bien cuidado y al mismo tiempo vigilar para que los chiquillos no hiciesemos alguna gamberrada. El que hacía de jefe de jardines llevaba siempre un verduguillo y, si algun chiquillo hacía algo que no estaba bien, le pegaba en las orejas y le escarmentaba para siempre.
Cuando llegaba la feria, los chiquillos nos poníamos muy contentos al ver llegar los camiones con los carruseles y las casetas en donde vendían el turrón, los juguetes, y toda clase de artículos que conlleva una feria. A los chiquillos nos encantaba ver montar las ruedas o carruseles tales como los caballitos, la noria, las voladoras, las barcas de fuerza y, por último, los coches de tope. Pero a nosotros nos faltaba lo principal, el dinero; teníamos que conformarnos con verlos y poco más.
Poco a poco el tiempo iba pasando y yo me hacía mayor, pero seguía igual de alto. Como había poca comida, lo único que engordaba era la cabeza.

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LLegado a la jubilación, diviso mi vida como desde una atalaya: alegrías, miserias, trabajos, familia, amistades... Es como una película, la película de mi vida. Yo he tratado de presentar algunas cosillas en este sencillo blog. Es además, en cierta medida, el reflejo de lo que ha sido la vida de nuestra generación: carencias, sudor, lágrimas, y, también, algunos momentos agradables.

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