lunes, 29 de junio de 2009

DE NUEVO AL CAMPO

Si no había trabajo en la albañilería no tenía más remedio que ir a trabajar a donde fuese. Cuando tenía 16 años nos fuimos mi madre, mi hermana, mi hermano Martín y yo, junto a otras ocho personas más, a recoger olivas a la finca de El Portichuelo, un paraje del término de los campos de Yecla. El dueño de esta finca disponía de unas casas para que los obreros nos quedásemos durante la temporada de los trabajos. La casa en donde nosotros estábamos disponía de dos plantas. En la planta baja había varias habitaciones, que eran ocupadas por las mujeres. En la planta alta no había ninguna habitación. Esa planta la usábamos los hombres.
Cada família se hacía su comida aparte de los demás. También se hacía cada uno su cama. Esta cama consistía en una colchoneta llena de paja y colocada en el suelo.

El alumbrado que teníamos era a base de unos candiles que funcionaban con aceite de oliva. Para beber agua disponíamos de unas botijas de barro cocido. El agua la sacábamos de un aljibe. Todas las casas tenían la obligación de disponer de aljibes, que, normalmente, estaban fuera de las casas y que se llenaban con las aguas de la lluvia. Al final de la jornada de trabajo cada cual se aseaba y preparaba su correspondiente cena.

Pues bien, las botijas siempre me tocaba a mí llenarlas. Lo más lógico era que lo hiciéramos cada vez uno, porque beber agua bebíamos todos, ¿ o no? Una noche dije que yo no llenaba las botijas. Por decir esto mi hermana me dió un par de bofetadas delante de los allí presentes. Yo repetí que, si todos bebíamos, todos teníamos obligación de llenarlas. Mi hermano Martín me propinó otras dos bofetadas. Mi madre estaba presente. Yo sé que no le sentó nada bien. Ninguno de los que estaban allí sacó la cara por mí. Pero conseguí que, a partir de aquel día, el primero que cogía la botija la llenaba si estaba vacía.

Una vez terminados los trabajos de coger olivas, mi hermano Martín y yo nos fuimos al campo de una prima de mi madre a hacer hoyos para plantar viña. Todavía recuerdo lo mal que lo pasé debido a la dureza del terreno. Todos los hoyos los tuvimos que hacer con el pico y con la azada. Yo hacía un máximo de 15 ó 16 hoyos en una jornada. Los tres primeros días se me quitaron hasta las ganas de comer, y por las noches me costaba trabajo quedarme dormido a causa del dolor de manos que tenía.

Menos mal que este trabajo duró solamente dos semanas. Nos pagaban a peseta por unidad.

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LLegado a la jubilación, diviso mi vida como desde una atalaya: alegrías, miserias, trabajos, familia, amistades... Es como una película, la película de mi vida. Yo he tratado de presentar algunas cosillas en este sencillo blog. Es además, en cierta medida, el reflejo de lo que ha sido la vida de nuestra generación: carencias, sudor, lágrimas, y, también, algunos momentos agradables.

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