La siguiente opción la busqué en Santomera, que por aquellas fechas era pedanía de Murcia y no tenía Ayuntamiento. Santomera era un pequeño pueblo de unos seis mil habitantes. La mayor parte de sus calles estaban sin asfaltar. En muchas de sus casas tenían y criaban animales para el sustento propio. Las personas de este pueblo han sido y siguen siendo buenísimas y nobles para mí y mi familia. Santomera es un pueblo que acoge al forastero con los brazos abiertos. Así que, sin pensarlo dos veces, buscamos vivienda para vivir en Santomera.
Tengo que agradecerlo a la persona, en este caso Mauricio González, que me ayudó a encontrar un piso. Este Sr., que por desgracia falleció en el año dos mil cuatro, era dueño de una empresa de transporte que trabajaba para Forte S.A. en la factoría que estábamos montando. El piso que alquilamos era con cargo a la empresa Forte. Era de la dueña de una de las dos farmacias que por aquellos tiempos había en Santomera. Estaba totalmente limpio de muebles, a excepción de algunos utensilios de farmacia. Mi mujer y yo vimos lo que nos hacía falta, se lo comuniqué a la empresa y se llevó todo lo necesario para vivir más o menos en condiciones. En la mañana del día ocho de Julio del año 1.975 nos vinimos a vivir a Santomera mi mujer, mis dos hijas y yo. La mayor tenía cinco años, la menor siete meses. Ese día, como era domingo y todas las tiendas estaban cerradas, mi mujer no pudo comprar nada para preparar la comida. Nos fuimos al bar de Paco el Carlos a comernos unos bocadillos. Este bar era bastante famoso por los jamones y embutidos que podías tomar. El patio de este bar lindaba con la parte posterior del piso en que nosotros íbamos a vivir, piso ubicado en la calle Virgen del Rosario nº 5 planta alta. En dicha planta había también otra vivienda. En ella vivían Juan Carlos y su familia. La planta baja estaba dedicada al servicio médico de urgencias de Santomera. Nos venía bien tener este servicio tan a mano. Lo peor era cuando llevaban a alguien en mal estado y se escuchaban los gritos de dolor.
Con todo el personal de este centro nos llevábamos muy bien. Las personas que trabajaban allí se hacían las comidas en el mismo centro. El cocinero era un chófer de ambulancia llamado Restituto. La cocina de estos señores estaba en el patio de luces, que era el mismo que coincidía con nuestra cocina; así que, cuando les faltaba algún ingrediente para cocinar, no tenían más que llamar a mi mujer y decir: "¡Paquita!... ¿tienes una cebolla?", o alguna otra cosa que ellos no tenían en ese momento. Y así estuvimos conviviendo durante dieciseis años, hasta que este centro se lo llevaron a otro lugar.
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